Ibn Shuhayd permaneció entre ellos bebiendo el vino como si bebiera [la fresca saliva] de un labio bermejo; el licor exhalaba para él el aroma más delicioso, como palabras cogidas en el más suave de los besos. Después de abandonar la iglesia improvisó estos versos:
aaA menudo he olfateado en el convento de un monje tabernero el aroma del vino de la juventud mientras se mezclaba al más puro jugo que servía dicho monje.
En medio de los jóvenes que habían tomado la alegría por emblema, afectando el parecer pequeños, por humildad, delante de su jefe.
[Pero en la iglesia] el sacerdote, haciendo de nosotros lo que quería todo el tiempo que permanecimos allí, invocaban [a su Dios] con báculo [dando vueltas] alrededor de nosotros [acompañándose] de sus salmos.
Él nos ofrecía con el vino alguna muchacha parecida al corzo que ruboriza la mirada de su guardián.
Los espíritus refinados murmuraban de él, pero bebían su mejor vino y comían de su cerdo”.
(Ibn Jâqân, Matmah al-anfûs, Henri Pérès, Esplendor de al-Andalus, Madrid, Hiperión, 1983, trad. Mercedes García-Arenal).
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