Este libro titulado “Los cristianos de Alá”, escrito por Bartolome y Lucile Bennassar está estructurado en tres partes, en las cuales se describe un capítulo de la historia de Europa donde se habla, de cómo la aventura de los renegados afectó a casi todos los pueblos europeos y forjó destinos fuera de lo común.
La primera parte de este libro la componen seis historias singulares, seis destinos personales, elegidos por su poder de evocación.
La segunda parte se funda en el análisis de un conjunto de 1550 individuos, que constituyen nuestro corpus, procedentes de toda o casi toda Europa.
Por último, la tercera parte es un ensayo de interpretación de la historia de los renegados tomando como referencia un doble espejo: el de la Cristiandad europea y el del Islam Magrebí u otomano.
La primera parte de este libro la componen seis historias singulares, seis destinos personales, elegidos por su poder de evocación.
La segunda parte se funda en el análisis de un conjunto de 1550 individuos, que constituyen nuestro corpus, procedentes de toda o casi toda Europa.
Por último, la tercera parte es un ensayo de interpretación de la historia de los renegados tomando como referencia un doble espejo: el de la Cristiandad europea y el del Islam Magrebí u otomano.
La doble adscripción de nuestros personajes, bautizados en nombre de Cristo y, a disgusto o no, consagrados a Alá, plantea, en nuestra opinión, problemas apasionantes.
Expulsados los judíos de España en 1492, la suerte que esperaba a los musulmanes no podía ser ya muy diferente. En 1502 los Reyes Católicos obligaron a esta minoría étnico-religiosa a escoger entre la conversión al catolicismo o el destierro. El decreto se aplicó primero en Castilla y en 1525 en la corona de Aragón. Se trató de una medida coherente con el objetivo de fortalecer la unidad política a costa de la diversidad confesional, y a la que se llegó tras una presión injusta y desequilibrada sobre unas gentes que, en su mayoría, acabaron por preferir la conversión forzosa antes que abandonar su tierra. A esta población -los llamados moriscos- se le concedió un plazo para abrazar el catolicismo con convicción e integrarse en la cultura hispano-cristiana (adoptando el modo de vestir español y dejando de hablar en árabe, por ejemplo), pero no sirvió de mucho. Tras la sublevación morisca en las Alpujarras de Granada en 1568, la corona barajó varios proyectos para terminar, más que para solucionar, con el problema: reparto de la población por Castilla, separación de los niños de sus padres, etc. El radicalismo religioso de la época y la amenaza que suponían los turcos y los berberiscos norteafricanos acabaron de decidir la expulsión de todos los moriscos de España en 1609.
Desde entonces no hubo oficialmente musulmanes en el territorio español y, en caso de hallarse alguno, debía rendir cuentas ante la Inquisición. Pero esto no supuso que las relaciones entre los españoles y el mundo musulmán carecieran de complejidad. Hay sobrados testimonios de cómo algunos fieles súbditos del Rey de España vieron la deportación de 1609 como un acto cruel y excesivo. A su vez, hubo moriscos expatriados que buscaron mil y una tretas para regresar a la Península. Es en medio de esta frontera porosa, que los gobernantes trataron de dibujar firme e impermeable, donde se situaron unos personajes fascinantes: los españoles católicos convertidos al islam. Los «cristianos de Alá», en palabras de los historiadores Bartolomé y Lucile Bennassar.
Expulsados los judíos de España en 1492, la suerte que esperaba a los musulmanes no podía ser ya muy diferente. En 1502 los Reyes Católicos obligaron a esta minoría étnico-religiosa a escoger entre la conversión al catolicismo o el destierro. El decreto se aplicó primero en Castilla y en 1525 en la corona de Aragón. Se trató de una medida coherente con el objetivo de fortalecer la unidad política a costa de la diversidad confesional, y a la que se llegó tras una presión injusta y desequilibrada sobre unas gentes que, en su mayoría, acabaron por preferir la conversión forzosa antes que abandonar su tierra. A esta población -los llamados moriscos- se le concedió un plazo para abrazar el catolicismo con convicción e integrarse en la cultura hispano-cristiana (adoptando el modo de vestir español y dejando de hablar en árabe, por ejemplo), pero no sirvió de mucho. Tras la sublevación morisca en las Alpujarras de Granada en 1568, la corona barajó varios proyectos para terminar, más que para solucionar, con el problema: reparto de la población por Castilla, separación de los niños de sus padres, etc. El radicalismo religioso de la época y la amenaza que suponían los turcos y los berberiscos norteafricanos acabaron de decidir la expulsión de todos los moriscos de España en 1609.
Desde entonces no hubo oficialmente musulmanes en el territorio español y, en caso de hallarse alguno, debía rendir cuentas ante la Inquisición. Pero esto no supuso que las relaciones entre los españoles y el mundo musulmán carecieran de complejidad. Hay sobrados testimonios de cómo algunos fieles súbditos del Rey de España vieron la deportación de 1609 como un acto cruel y excesivo. A su vez, hubo moriscos expatriados que buscaron mil y una tretas para regresar a la Península. Es en medio de esta frontera porosa, que los gobernantes trataron de dibujar firme e impermeable, donde se situaron unos personajes fascinantes: los españoles católicos convertidos al islam. Los «cristianos de Alá», en palabras de los historiadores Bartolomé y Lucile Bennassar.
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